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Valencia 26 de junio de 2012
Sr. D. Juan Peralta y Amigos del Museo del Niño
Estimados amigos: que una institución como la vuestra cumpla 25 años no es cualquier cosa, no sucede ni muchas veces ni en todas partes, y más si se trata de un trabajo que es desinteresado, muy personal, generoso, sin el exceso de recursos y despilfarros con el que otros han contado, que debe casi todo a la ilusión y el esfuerzo constante y voluntario de quienes son, al tiempo, educadores y ciudadanos. Gracias, enhorabuena, por muchos años.
Desde que ya hace tiempo tuve noticia del Museo, cuando después lo visité y siempre que después he seguido su actividad, he valorado vuestro objetivo, sus modos y resultados: rescatar, custodiar, exponer, estudiar una parte importante y cada vez más amplia de nuestra historia, memoria y patrimonio de la educación. El Museo, propiamente dicho, el Centro de Documentación, la revista El Catón, los cuadernos, las exposiciones temporales, han sido un producto magnífico y unos recursos muy útiles para contribuir a preservar materiales y documentación, para enriquecer las posibilidades de conocimiento de los diversos modelos de escuela, de diferentes valores y prácticas sociales, de prácticas pedagógicas tradicionales y de procesos de modernización. En definitiva, considero que vuestro trabajo nos ofrece hoy un espacio y oportunidad muy estimables para impulsar el conocimiento e interpretación de lo histórico-educativo y de las culturas escolares; y para hacerlo de una forma más plural y renovada, que atiende de forma especial a los sujetos particulares, la experiencia concreta, la etnografía.
Ahí están los manuales y los periódicos escolares, la fototeca y filmoteca, el mobiliario y utillaje, los recursos didácticos, el ajuar infantil, las huellas materiales de la vida cotidiana, los juegos y juguetes. Ahí está su interesante potencialidad para construir- desde ellos y con ellos- análisis e instrumentos que sirvan para descubrir y comprender significados del equipamiento escolar o de las prácticas en el aula, para documentar mejor formas de entender y de hacer en el pasado, para recuperar la memoria de las personas, sus percepciones y experiencias, para hacer más visible – y rememorar- la realidad viva de los centros escolares y las prácticas culturales de antaño.
En ese camino ha crecido y debe seguir el Museo del Niño. Y en ese camino la utilidad actual y el compromiso futuro deberían contemplar, a mi modo de ver, tres tareas importantes: apoyar la enseñanza e investigación de la historia de la educación, fomentar el interés por la conservación del patrimonio cultural y por la educación histórica y patrimonial, aprovechar cultural y didácticamente sus virtualidades y ofrecerlas a la ciudadanía. En eso el “Museo del Niño” de Albacete tiene ya una valiosa experiencia, y nos permite a todos recuperar, recordar, reflexionar, enseñar, aprender.
Por esas “razones” de lo ya hecho y de lo que es posible hacer en el futuro, debemos instar, a quienes corresponda, a que todo el trabajo desarrollado hasta ahora por el Museo del Niño de Albacete sea valorado como merece, de forma efectiva y estimulante. Reconocimiento y esperanza.
Mi felicitación, mis mejores deseos. Un abrazo.

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En un texto publicado en El País del 28 de abril pasado, titulado “Modesto manifiesto por los museos”, el escritor y premio Nobel turco Orhan Pamuk, sin menospreciar los turistizados y monumentales museos-espectáculo, por lo general de índole estatal ―en España también regional-autonómica―, reivindica los museos «pequeños» y «baratos», de dimensiones humanas. Aquellos que nos hablan de «las historias cotidianas y ordinarias de los individuos […] más ricas, más humanas, y mucho más gozosas que las historias de culturas colosales». Aquellos que nos cuentan «historias a escala humana», que recrean «el pasado de seres humanos singulares», en los que «los objetos no son arrancados de raíz de sus entornos y de sus calles, sino situados con cuidado e ingenio en su propio hogar natural». Museos, en definitiva, «que conviertan los barrios y las calles, y las casas y las tiendas de alrededor, en elementos que formen parte de la exposición».
Desde sus inicios, y a través de sus distintas denominaciones ―Museo del Niño y Centro de Documentación Histórica de la Escuela, Museo Pedagógico y de la Infancia o del Niño― el generalmente conocido como Museo del Niño de Albacete ha sido un museo a escala humana. Y ello por dos razones. Una, la fundamental, por el tema sobre el que versa: la infancia, el mundo infantil en todas sus manifestaciones, desde la escolar a la familiar, desde la infancia soñada o soñadora a la endurecida por la pobreza y las circunstancias adversas. Otra, porque, dentro de sus posibilidades, se ha abierto al entorno, a la sociedad de la en la que nace y de la que se nutre. En sus más de 30.000 objetos y 16.000 documentos laten cientos de miles de historias singulares, cotidianas y ordinarias de profesores y alumnos, de padres y madres, de niños y niñas, de adolescentes y jóvenes. La vida misma de nuestra infancia, de nuestra adolescencia y juventud.
Pese a ello, pese a ser uno de los más antiguos, completos y dotados de los museos pedagógicos o centros de memoria educativa, públicos o privados, que han ido surgiendo en España en los últimos años, ha contado con escasos apoyos oficiales. El mundo de la política prefiere la monumentalidad a la cotidianidad, el gran museo al museo de dimensiones humanas. Y, por supuesto, desdeña en general cuanto a la educación se refiere. O lo considera de escasa relevancia. De ahí que sea uno de los primeros campos, junto con el de la cultura no monumental, en sufrir las embestidas de los nuevos bárbaros.
No son estos buenos tiempos para la educación en general y, menos aún, para este tipo de museos. Tiene que ser la sociedad civil, la ciudadanía, quien los nutra y mantenga. En este caso, la Asociación Cultural “Museo del Niño”, creada en 1997 cuando el museo llevaba ya diez años de existencia. Frente, en efecto, al olvido y la desmemoria, la manipulación del pasado y el desdén o desatención pública por iniciativas como ésta, sólo cabe la respuesta societaria y ciudadana. Y frente a los frívolos e incultos bárbaros de la tijera, seguir promoviendo y sosteniendo lo que veinticinco años atrás, en 1987, nació por iniciativa de Juan Peralta hasta llegar a convertirse en uno de los museos de la infancia más prestigiosos de España. Con escasos recursos, sin decididos apoyos oficiales, pero prestigioso.

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Fue en la primavera de 2006, cuando en la agenda de mis días, la voluntad personal y la curiosidad profesional, se dieron cita con la oportunidad y la coyuntura, para permitirme pisar suelo patrimonial de la educación y la infancia castellano manchega, y cumplir así con lo que en sueños precipitados había venido proyectando en mi mente algunos años antes. En diversas ocasiones, había sido capaz de soñar con un espacio museístico semihabitado, en el que el discurso histórico era siempre el principal protagonista; había sido capaz de imaginar una suma de habitaciones íntimas, en las que el pasado casi gris de la infancia del ayer, dialogaba con un presente infantil rosa y azul, a veces oscuro por el desconcierto que tal vez provoca el imaginario social, al mantener unida a una sociedad a través de significaciones colectivas. Quizás sea verdad aquello de que no existe sociedad sin mito, ni éste sin significado1. No podemos dejar de recordar que el mito no es más que una construcción que se elabora con la intención de dar sentido a lo inexplicable. En múltiples ocasiones –sobre todo cuando me acercaba por primera vez al conocimiento histórico educativo–, me preguntaba siempre, entre otras cuestiones: ¿por qué se delegarían en tiempos memoriales las funciones de crianza de los hijos en otras personas?… Ciertamente, ni siquiera el estudio –ligado forzosamente a mis particulares e inevitables análisis relativistas2–, me ponía fácil encontrar una respuesta que medianamente me convenciera.
La vida misma es mito, leyenda y tradición; es un permanente proceso de construcción y reconstrucción de experiencias y significados. Los mitos son cristalizaciones de significados que una sociedad instituye, y que indudablemente operan como organizadores de sentido en el accionar, pensar y sentir de los seres humanos. En este sentido, el mito puede llegar a tener eficacia en la medida en que administra y condiciona nuestras formas de deliberar, de actuar y de emocionarnos con lo/el otro. La fuerza de los mitos, junto a su grado de penetración en nuestras vidas, es tan intensa que organiza nuestras relaciones y la vida social, aún sin darnos cuenta. Habitualmente percibimos estas creencias o significaciones como hechos naturales, más que como construcciones sociales. Es esto lo que hace que sean tan difíciles de modificar. Las creencias y mitos que organizan nuestras vidas son cambiantes y, junto con ello, la historia nos viene a demostrar el carácter cultural de nuestras creencias. Y, mientras –ya no en sueño–, tratando de cuestionar ciertos mitos y creencias vinculados con la historicidad de la infancia, tuve la oportunidad de deleitarme con las más instructivas manifestaciones y expresiones del patrimonio de la infancia. El suelo pedagógico del Museo del Niño me permitió por un momento jugar con alegría con las tradicionales canicas de cristal; leer con júbilo uno de los famosos cuentos de Calleja; recitar cantando en voz alta la tabla de multiplicar del 2; dibujar en hoja de cuadritos y con sutil torpeza la casita y el arbolito de toda la vida; borrar de un pizarrín algunas palabras prohibidas; coger en mi mano –como si de un tesoro se tratara–, el cochecito rojo que siempre estuvo aparcado en una repisa de casa; colorear de verde el paisaje de la infancia más sencilla; pegar en un álbum algunos cromos de Heidi; oler a infancia escolar, al abrir la tapa de un emotivo pupitre; sacar punta a un lápiz Alpino, hasta quedarme incluso sin él; reinventar los diálogos que en ocasiones mantuve con una muñeca rubia –vestida de azul–, prima hermana de la que siempre estuvo en casa en la habitación de Marta, mi hermana. Y jugué, y leí, y canté, y miré, y pregunté, y hablé, y así me encontré soñando despierto cómo fue una vez la escuela3.
En la sociedad que nos envuelve, existen múltiples elementos que, relacionados con el estudio de la infancia4, resultan necesarios preservar para las generaciones futuras. El valor del patrimonio vivo de la infancia radica en que nos puede llegar a provocar a las personas determinados sentimientos y emociones, que a la vez nos ayudan a recordar que pertenecemos a una determinada comunidad, tradición, modo de vida, etc. Justamente, todo ello forma parte del patrimonio de la infancia; lo que nos exige un empeño activo y comprometido por salvaguardarlo, conservarlo, exponerlo y difundirlo en condiciones museológicas, museográficas y didácticas, óptimas, dignas y accesibles a toda sociedad civil. Historiar acerca del concepto de infancia nos permite explicar cómo se sostienen ciertas prácticas sociales a lo largo del tiempo. Los niños no fueron concebidos de la misma manera en todos los tiempos. Quizás sean tales creencias acerca de éstos y sus necesidades, las que han ido modelando diversas formas de vinculación por parte de los adultos. Algunas permanecen como modelos heredados, mientras que otras, somos conscientes de que se han ido modificando, más o menos oportunamente con el tiempo.
Quizás en este mundo tan cambiante, diverso y desigual, ya no nos sirvan las frases y palabras de siempre para reconocer y dignificar los derechos de una infancia, que sigue precisando de homenajes y compromisos sociales; capaces de poner de manifiesto el desarrollo de aquéllos a través de hechos y experiencias reversibles que contribuyan a dar visibilidad a este grupo social. No poder recordar hoy amablemente el resultado de pasar un día feliz en la escuela infantil, responderá casi con toda seguridad a la inexistencia de recuerdos y huellas, ligadas al resultado de lo que significar vivir y sentir la más tierna y dulce infancia a través de expresiones, palabras y voces memoriales. Y, aún cuando a veces sueño sin límites, me gusta percatarme de que estoy vivo –ahora y aquí–, en un mundo que a veces se hace pequeño; en un mundo en el que las distancias se suprimen con facilidad y se conquista, en la voz y la mirada, el sentido profundo del ahora, la dimensión esencial del aquí. Por ello, a quienes con la educación se nos pasan los días, nos corresponde mirar y evaluar las relaciones que establecemos en la actualidad con los niños. Solamente así podremos comenzar a forjar e instalar algunas interrogantes fundamentales acerca de nuestras concepciones, discursos y prácticas en relación con la infancia, con la intención explícita de evitar el silenciamiento y la legitimación de tantas prácticas educativas, que en el acontecer cotidiano hemos naturalizado sin tapujos.
El Museo del Niño es un proyecto en continua evolución, que gracias a la suma de un encuentro de voluntades y sensibilidades que se fraguó hace ahora 25 años, se presenta en el presente como espejo contemporáneo en el que mirar el pasado de la infancia. Reflejarlo en condiciones dignas a través de una institución museística, puede ayudarnos a las personas a entender el presente infantil, y a imaginar o proyectar su futuro en un determinado marco geográfico y sociocultural. Se entiende que un Museo de Pedagogía, Enseñanza y Educación dedicado a la infancia, no llega a ser lo que es solamente por la cantidad de objetos pedagógicos que pone al alcance de las personas, sino por lo que es capaz de hacer con ellas, una vez familiarizadas con sus contenidos. En este sentido, lo sensato es concebir espacios aptos para la reflexión, el diálogo y el encuentro con la cultura educativa. Y, tras pisar este espacio en aquella primavera, pensar y repensar hoy este lugar regalado; principalmente, llego a una conclusión: el Museo del Niño es un espacio sentido; es un sentimiento en un espacio de tránsito dedicado a la historia de la niñez; es mito, expresión, palabra y voz de la memoria reconstruida de la infancia.

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La celebración del veinticinco aniversario de la creación del Museo Pedagógico y del Niño de Castilla-La Mancha es, sin lugar a dudas, un hecho memorable, un acontecimiento digno de ser recordado y conmemorado. Una iniciativa pionera en un país que se sumó en las últimas décadas del siglo XIX, en consonancia con las tendencias internacionales emergentes, a la generación de instituciones pedagógicas museísticas, con finalidades muy diversas, y que las vería desaparecer en los inicios del franquismo. Sin duda, la más emblemática de todas ellas por su carácter nacional, sus vínculos con la Institución Libre de Enseñanza, la especial relevancia de su primer director, Manuel Bartolomé Cossío, sus objetivos, y las importantes repercusiones positivas que sus actuaciones ocasionaron en el proceso de renovación educativa experimentado en España durante el primer tercio del pasado siglo XX, fue el denominado, inicialmente, Museo Pedagógico de Instrucción Primaria de Madrid que, creado en 1882, a partir del curso 1894-95, recibiría el nombre de Museo Pedagógico Nacional, el cual sería suprimido en 1941. Tras su desaparición, no hemos vuelto a contar, hasta el día de hoy, con iniciativas de carácter nacional equiparables.
La recuperación de los museos pedagógicos en nuestro país, iniciada a lo largo de las últimas décadas, no se ha debido, en un principio, al impulso de instancias oficiales, sino al empeño de iniciativas particulares de índole personal y asociativo. Este es el caso del conocido popularmente como Museo del Niño creado, como se recoge en su página Web, con «el objetivo fundamental de rescatar, custodiar, estudiar y exponer cuantos testimonios tienen que ver con la historia de la infancia y de la educación en general y de la provincia de Albacete en particular». Una brillante iniciativa museística cuya gestación, desarrollo y consolidación como un prestigioso referente nacional ha estado asociada a su promotor Juan Peralta Juárez, secundado y apoyado por miembros de la comunidad educativa y organismos públicos y privados de Albacete y Castilla-La Mancha. Un empeño encomiable del que todos somos deudores que, a lo largo de su dilatada trayectoria, sobreponiéndose en todo momento a cuantas dificultades y limitaciones ha encontrado en su camino, ha llevado a cabo una rica serie de actuaciones tendentes a recobrar, salvaguardar, conservar, estudiar y difundir un destacado patrimonio documental, material e inmaterial relacionado con la educación y la infancia, como así se constata, entre otras evidencias, en sus colecciones, bases de datos, exposiciones permanentes y temporales, publicaciones o en su página Web. Investigadores, docentes, alumnos y público en general de Albacete, Castilla La-Mancha y del resto del país hemos podido conocer, enseñar, aprender y comprender, pero también sentir y disfrutar de lo que este legado representa, aporta y transmite.
El Museo del Niño, como las instituciones museísticas en general, son lugares de la memoria y para la memoria. Espacios en los que se deposita, al tiempo que se evoca, estimula y reconstruye la memoria individual, colectiva e institucional. Una memoria que adquiere una importancia capital, como instrumento fundamental para contribuir a recuperar la identidad, a rescatar lo idiosincrásico y lo auténtico. Una mirada al pasado que nos permite dotar de significado al presente para proyectar y construir el futuro.
La gestación y desarrollo de iniciativas como la del Museo del Niño ha constituido uno de los detonantes que han favorecido que, a lo largo de las dos últimas décadas, se haya generado un interés en alza, inédito y sin precedentes en nuestro país por la conservación, estudio y difusión del patrimonio educativo. Una floreciente realidad que se constata en la emergencia de otros centros museísticos y de investigación de muy diversa índole, la creación de redes institucionales, la gestación de sociedades científicas, la promoción de seminarios y jornadas científicas, la consolidación de grupos de investigación en las universidades, la edición de publicaciones, etc. Es de justicia reconocer, agradecer y felicitar al Museo Pedagógico y del Niño de Castilla-La Mancha la destacada labor impulsada y efectuada a lo largo de sus primeros veinticinco años de existencia que lo ha llevado a convertirse en un prestigioso referente nacional, en un lugar de la memoria y para la memoria de la educación y la infancia de Castilla La-Mancha y España.
Murcia, veintiuno de junio de 2012

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MEMORIA DE LA ESCUELA Y DE LA INFANCIA
Claro ejemplo de compromiso con la educación, responsabilidad, esfuerzo y dedicación lo tenemos en el Museo del Niño de Albacete, como más comúnmente se le conoce. Valientes y responsables aquellos y aquellas, especialmente Juan Peralta, que a finales de los años ochenta fueron capaces de crear un lugar dedicado a la recuperación, catalogación, restauración y conservación de materiales educativos que forman parte de la historia de nuestra Escuela. Ambiciosos propósitos conseguidos con creces cuando uno/a visita el Museo. A éstos me permito añadir algunos logros más de merecido reconocimiento. En primer lugar, por ser una de las primeras iniciativas museísticas en España dedicada no sólo a la recuperación de la memoria de la infancia y de la escuela sino a la difusión de la misma. Curiosa paradoja en el mundo de historia de la educación, al toparnos primero con una actividad museográfica antes que con la propia teoría museológica de la educación, aún por construir en aquellos años ochenta, y en proceso de consolidación en la actualidad.
Visitarlo supone un viaje pedagógico al pasado escolar, y ahí va otro logro. No es un Museo de los que vulgarmente se definen como mausoleos, no. Es un Museo vivo que ha apostado por el detalle, por lo pequeño, por la cotidianidad, por la autoconstrucción modesta de materiales que fotografían fielmente aquellas realidades escolares con una gran emotividad. Cada pieza tiene su propia historia, conocida, reconocida, y valorada tal y como se merece. Todas ellas dan cuenta de los distintos escenarios que forman parte de la historia de la infancia: la escuela, el recreo, el hogar, la calle, el mundo de los sueños. También, sin apartar la mirada de la angosta realidad, hace memoria de las infancias rotas, desarmadas y robadas en una determinada época de nuestra historia.
Por último, hay que destacar las diversas y variadas actividades que ha fomentado para estimular la innovación y la investigación del profesorado. Ha sido capaz de unir historia y presente, hacer partícipe de esta experiencia a diferentes generaciones que a partir de sus vivencias han comprendido más y valorado mejor los esfuerzos educativos que maestros y maestras con nombres y apellidos han realizado durante generaciones.
No son buenos tiempos para la economía, la cultura, la salud, la educación, y mucho menos para museos como el que aquí homenajeamos. Pero a pesar de las adversidades, animo desde aquí a que el Museo del Niño siga contagiándonos de su espíritu comprometido con la educación y de su lucha por un quehacer educativo responsable preservado durante todos sus años de vida. Recuerdo unas palabras de un gran educador, Paolo Freire que dibujan ese espíritu, ese compromiso y ese sueño que transmite cuando uno/a tiene la oportunidad de visitarlo. Ahí van:
«…la educación no es la llave de las transformaciones del mundo, pero sabemos también que los cambios del mundo son un quehacer educativo en sí mismos. Sabemos que la educación no puede todo, pero puede algunas cosas. Su fuerza reside exactamente en su debilidad. A nosotros nos cabe poner su fuerza al servicio de nuestros sueños. No tengo ninguna duda de que una de las tareas en cuyo cumplimiento la educación puede hoy ayudarnos es la de hacer más consciente nuestro proceso democrático.»
(Paolo Freire, 1997)

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La creación de los museos pedagógicos y el uso de la museística como patrimonio cultural, fuentes de conocimiento y de información en el ámbito educativo ya tienen una larga tradición. Sin embargo, su generalización como recurso didáctico y su incorporación a la cultura académica universitaria, es aún joven. Entre otras razones, porque la didáctica de la Historia de la Educación ha recorrido un camino paralelo al de su historiografía.
El Museo del niño lo vengo utilizando desde hace años; prácticamente desde que se dio a conocer a través de Internet y las aulas universitarias se dotaron con salas de ordenadores. Desde entonces, mi alumnado y yo hemos podido enriquecernos con esta fuente de información. Antes, no podíamos aventarla y no podíamos incorporarla al proceso continuo de construcción y construcción histórica; sencillamente, porque no se conocían estos museos y porque el caudal de las fuentes históricas prácticamente se reducía a las fuentes escritas. La gran cantidad de objetos utilizados por la infancia y la cultura escolar que muestra el Museo Pedagógico y del Niño de Castilla-La Mancha no solo no son simples ilustraciones que no necesitan comentario, sino que los analizamos, planteamos cuestiones educativas e incitamos a que el alumnado se posicione y de respuestas. Los objetos cobran significado en un contexto concreto; por esta razón intentamos dar el salto de la mera descripción a la comprensión e interpretación y los utilizamos para la construcción de la Historia de la Educación.
Uno de los elementos fundamentales, al menos para mí, del Museo del Niño es su gran carga emotiva. Los objetos han formado parte de la cultura cotidiana de la gente sencilla, de la historia personal de quien los utilizó, pero simultáneamente de la historia colectiva de padres, abuelos e incluso del pasado de nuestros propios alumnos. Es una historia fragmentada, sectorizada, pero permite el desarrollo histórico de aspectos y de ámbitos humanos poco estudiados y, lo que es más relevante aún, desde distintas laderas. Guardo en mi memoria la expresión de una antigua alumna que un día me dijo en plena clase “la historia puede gustarte tanto, que te emociona”. Y es que tras cada objeto, tras cada canción o juguete, hay una historia personal, unas vivencias que se reconstruyen y comparten no sólo con los compañeros de clase, sino que esta actividad se continúa en el ámbito familiar haciéndola partícipe a las personas mayores que no tienen reparo en recordar canciones, juegos y gestos infantiles. Con estas actividades en las que todos compartimos un mismo museo, se recuerda y revive un pasado común. En ocasiones, programo un encuentro intergeneracional en el que todos nos necesitamos, sin saberlo, porque cada uno aportamos lo que los otros demandan: las personas mayores su caudal cultural y los jóvenes aportando escucha y valoración. El diálogo intergeneracional es un recurso que facilita el desarrollo de un pensamiento crítico y reflexivo, al mismo tiempo que relativiza ideas y fomenta la comprensión del otro.
Gracias al trabajo y dedicación de Juan Peralta y Gracias al trabajo y dedicación de Juan Peralta y de un grupo de colaboradores, el Museo del Niño ha ido ganando en prestigio y reconocimiento a lo largo de sus 25 años siendo, en la actualidad, un recurso que es utilizado por una multitud de usuarios. Nuestro agradecimiento a tantas personas anónimas que nos han enriquecido con su tiempo, esfuerzo, objetos y nos han hecho partícipes de su valoración por la infancia y su mundo.

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Lo fue para mí —y me consta que, antes o después, igualmente para otros— desde aquel ya lejano 21 de febrero de 1999 en que se me propuso iniciar los sondeos para la posible creación futura de un museo de temática educativa en Galicia. En efecto, el denominado Museo del Niño y Centro de Documentación Histórica de la Escuela de Albacete se erigió en un referente, por entonces aún muy distante, borroso e imaginario hacia el que había que dirigir la mirada atenta en la búsqueda de inspiración y luz que nos alumbrasen venideros itinerarios.
Pronto la nebulosa de los tanteos primerizos se despejó y el núcleo castellano-manchego de la memoria escolar y la infancia, liderado por el profesor Juan Peralta desde su génesis, adquirió una visibilidad extraordinaria a través del modélico alojamiento que se fraguó en la Red a partir de los años aurorales del cambio de milenio. Tanto es así que me sorprendo ahora de nuevo al comprobar, mientras reviso viejos papeles, cómo en un tramo muy corto de tiempo —quizás no superior al bienio— este establecimiento que ya frisa el cuarto de siglo, pasó de apenas tener presencia en la Web a registrar las máximas puntuaciones entre los españoles de su tipología y a situarse además a la altura de los cinco europeos y los ocho a escala mundial más destacados, en su género, como valoración de conjunto, por sus contenidos electrónicos tanto icónicos como narrativo-textuales. Esta constatación, que una vez más me satisface recordar aquí, se hacía patente en la obra Os museos da educación en Internet, la cual tuve el honor de dirigir, y que se presentó a finales de 2004, con motivo de la inauguración del Museo Pedagóxico de Galicia (MUPEGA). Por aquellas fechas, cuando nuestro museo abría las puertas de su sede permanente —después de un cuatrienio de vida ambulante que, por suerte, nunca abandonaría del todo hasta hoy— ya el vuestro atesoraba en su caudal de méritos más de tres lustros de laboriosa, perseverante y ejemplar tarea. Curiosamente, los antecedentes próximos del nuestro, que acabaron tornándose fallidos por la desidia política, se sitúan, asimismo, en el meridiano de la segunda mitad de los 80. ¡Con cuanta reiteración asoman las coincidencias y hasta las simultaneidades en los vericuetos del batallar común, en todas las esferas de la vida!
No soy yo la persona más indicada para emitir juicios de valor acerca de los avatares del museísmo pedagógico y de la infancia en España. Pero me temo que ese voluntarioso y abnegado esfuerzo realizado por Juan Peralta y su equipo no encontró en su momento el respaldo institucional que empresas de esta naturaleza requieren para alcanzar los horizontes que persiguen. Y cuando llegó, se había hecho demasiado tarde para que el empeño arribase a buen puerto en medio de tanta turbulencia, estrago y desazón. A pesar de todo, como fácilmente se aprecia al visitar el espacio virtual del centro, las adversidades y dilaciones no consiguieron hacer cundir el desánimo entre los artífices de la iniciativa. Algo que raya en lo prodigioso para quien lo contempla desde fuera. Y más allá del pesimismo que nos atenaza y de los escollos que arrollan como cantos rodados en ristras, quiero pensar que todavía no se ha hecho demasiado tarde para conferirle la verdadera cobertura oficial que requiere un copioso y quebradizo acervo, ya afortunadamente rescatado de su primer naufragio por quienes en la actualidad lo custodian con el esmero que las circunstancias y disponibilidades les permiten. Es probable incluso que la enervante espera tenga que prolongarse mucho más de lo deseable. Pero la labor de dos décadas y media de encomiable entrega e inequívocos logros objetivos en la patrimonialización de los artefactos que componen el amplio y hasta inagotable universo de la cultura escolar y de la infancia no merecen echarse por la borda. Supondría una afrenta identitaria.
De cualquier manera, el museo que me ocupa constituye mucho más que un surtido arcón de antaño donde se cobija una amalgama de piezas y colecciones revalorizadas y sistematizadas por la mano, la inteligencia y el corazón humanos. Configura de modo complementario el producto derivado de la explotación histórico-pedagógica, etnológica, instrumental y funcional de todo ese cúmulo de bienes materiales e inmateriales acopiados en el decurso de los días; y de otros varios que, a la sazón, presumiblemente se hallen diseminados por diversos e inescrutados yacimientos heurísticos, ajenos al propio equipamiento. La esencia y la síntesis de los datos en bruto convenientemente procesados y transformados en manantial de saberes. Prueba fidedigna de ello son, entre la fértil y prolija miscelánea de realizaciones que se han ido gestando durante estas veinticinco añadas, la decena y media de bases de datos a disposición de los usuarios; los recursos didácticos, de indagación y divulgación destinados a los distintos sectores de la comunidad educativa (de buena parte de los cuales da cuenta Juan Peralta en la segunda entrega del Boletín Informativo de la SEPHE, corporación científico-profesional de cuya directiva forma parte desde sus orígenes el museo que fundó y rige); la revista El Catón, anfitriona de estas letras y con 15 números editados en su repositorio; los múltiples ciclos de actividades expositivas, formativas, fílmicas, y colaborativas; y ante todo, desde mi particular punto de vista, la acción difusa y constante de sensibilización cívica y emocional ante realidades ya extinguidas o durmientes que ha ido irradiando con querencia y entusiasmo sobre cada uno de los millares de visitantes que por allí recalaron, con la consiguiente impronta amplificadora y multiplicadora que suscita una experiencia de este cariz.
Permitidme que remate estos deshilvanados renglones con la evocación de un anhelo tan socorrido como autorizado de un carismático e irrepetible escritor gallego: Álvaro Cunqueiro, quien con su obra consiguió, como apasionado preconizaba para un ingenioso e hipotético epitafio, que “Galicia durase mil primaveras máis”. En consonancia con los estratos que atañen a cada caso, labrados y sedimentados por el acontecer histórico, yo también quiero vaticinar al menos veinticinco amaneceres más para el Museo Pedagógico y del Niño de Castilla-La Mancha. Cuando estos se cumplan, habrá alguien que pedirá su merecida prórroga. Os lo aseguro.
Enhorabuena y que vuestra tenacidad de siempre nunca decaiga.
Brandía-Compostela, 17 de mayo —Día das Letras Galegas— de 2012

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Polanco, Cantabria.
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¡Enhorabuena, Juan!

Bogotá (Colombia). 3 de diciembre de 2001.
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Felicitaciones.